Y no se deja de pensar fácilmente en lo que un día le llamé: el amor de mi
vida, pero intento evadirlo, evadir esa emoción que sienten mis poros al cerrarse
del escalofrío poseído por mi cuerpo cuando estabas cerca de mí, como ahora que
no estás y mis pasos me llevan a una falsa tú, justo allí trato de evadir todo
pensamiento que me hace daño. Evadir la tristeza de no tenerte y correr a los
brazos de la primera que se me atreviese, porque nadie podría hacerme más daño
que tú, ni mucho menos me forjaría gozarlo como contigo lo hacía, como contigo
lo hago; un dolor proporcional a cuánto te alejes de mí más fuerte se concibe.
Puedo intentar evadir cualquier motivo que me
recuerde esa mirada sumisa y controladora que solo he visto en ti, que ya no
tengo, pero en el fondo, no quiero hacerlo. No quiero evadir al amor de una
vida que alguna vez tuve, no quiero que aquella rubia se acerque a mí y me ate
en sus labios, porque me encanta el dolor que tú me provocabas, que tú me
provocas. ¿Has escuchado de “La venus de
las pieles”? En su narrativa de una historia, Severin, quien solo lograba inestabilidad
en el amor, decidió a galoparse en la desdicha del dolor y el sufrimiento. Él
pide a su amada, Wanda, que lo trate como su esclavo y para afanarse se firma
un contrato en cual estipula que él sería su esclavo, donde puede ser
maltratado cruelmente sin opciones jamás de acudir a la venganza de tales
acciones. Wanda accede a su petición y es así como Severin consigue el mayor
placer de su vida. Por lo tanto: “si es que no puedo gozar plena y
enteramente la dicha del amor, necesito apurar la copa de los sufrimientos y de
las torturas, ser maltratado y engañado por la mujer amada, cuanto más
cruelmente, mejor. ¡Es un verdadero goce!” Leopold von Sacher-Masoch. Y es así como el masoquismo nació, con su
libro “La venus de las pieles”. Masoquismo que hoy por hoy, no puedo
evitar cada vez que pienso en el dolor, en el engaño y en la pura inestabilidad
emocional que nunca puedo evadir cuando recuerdo esas noches en las que,
después de haber hecho el amor se armaban discusiones impertinentes en las
cuales hacía enojarte solo para que me hirieras con tus palabras, me pegaras y
así con ello poder irme a la otra habitación e imaginarte terminando conmigo,
engañándome de la peor manera y la más dolorosa para que de mi mente jamás
salieras, fueses una marca de por vida.
Ahora, con cada fracaso amoroso solo me queda el consuelo de jamás evadir
los recuerdos de cada momento que me generaron tristeza y depresión que como un
recíproco me daban además, el placer más dichoso de todos, el más encantador,
el desenfreno más ameno que jamás otro exista.
—Enrique Nava.
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